La Historia se viste a la moda

A cada momento histórico le corresponde una prenda. Bien puede describirse así al vínculo entre la moda y el pasado, aún cuando en tiempos primitivos las mujeres y los hombres andaban desnudos. 

 

La Historia se viste a la moda

Claro, aquella desnudez no constituía precisamente una moda, por lo menos en el sentido en el que hoy concebimos el término, pero sí un modo, una forma de andar por la vida, un diseño sin diseño, el vestuario natural de quienes estuvieron en la vida “como Dios los echó al mundo”. El frío, y también, acaso, otros rigores de los andares iniciales de la humanidad entre una naturaleza que raspaba el cuero, hicieron que, con esa sabiduría que promueve la supervivencia, las mujeres y los hombres apelaran al resguardo de las pieles de animales.

Pero esa es una historia demasiado lejana, remota. El relato que vamos a contar ahora se ubica más cerca en el tiempo, aunque tiene ribetes (esa palabra no es casual) que lo llevan para acá y para allá y es el siguiente.

El último cigarrillo de Mateo está tan apurado como él. Empieza su trabajo en el frigorífico Swift de Berisso. Su figura se adivina. Está parado frente al enorme edificio -mientras la madrugada despunta sus primeras luces- y se juega una carta brava. Ha traído a toda su familia desde Verónica -una localidad cercana a La Plata- en busca de un porvenir. No es el único que viene de afuera con el mismo objetivo. Años antes, la ola inmigratoria acercó al país a millones de personas parecidas y diferentes. Muchas de ellas son las que aceleran el paso al oír el pitido de la llamada de ingreso. Las seis de la mañana clavadas como una duda. ¿Valdrá la pena?, se pregunta.

Como los Granaderos previo a la batalla, en el vestuario, las mujeres y los hombres del frigorífico cambian sus ropas de andar por las de trabajo. Ahora quedan igualados. Sobresale el blanco de los guardapolvos y delantales que, con el correr de las horas, se irá tiñendo en rojo.

Mateo ha dejado en la casa alquilada en la ciudad a su esposa, Casilda, y a su hija, Coquita. Casilda toma a su hija de la mano y sale a recorrer el nuevo barrio. No es cualquier vecindad. Se trata de la calle 12, una arteria comercial en crecimiento, que también alberga el cosmopolitismo propio de la época. 

Entonces, por allí anidan los “rusos”, los “turcos”, los “polacos”, los japoneses, además de los “gallegos” y numerosos “tanos”. Se trata de gente que ya es heredera de la aventura de sus madres y padres inmigrantes, que ahora se mezcla con los criollos, en una amalgama de diversos colores de piel y de cabello. Esa mixtura requiere una organización. Crecen las asociaciones barriales, como el Centro Cultural Alborada, por caso. 

Es allí, precisamente, donde van a ingresar madre e hija, en busca de información sobre las actividades que se realizan en la institución. Descubren que hay cursos variados. Uno en especial interesa a la nena, que con apenas seis años, sabe bien lo que quiere. Quiere aprender baile. Pero los deseos no siempre resultan iguales a las expectativas: el baile no sirve para sostenerse en el futuro y Casilda quiere que Coca asegure su porvenir. 

Aquella familia no tenía tiempo para atender caprichos. Esa es la cultura de Coca que, chiquita, entiende igual la decisión de su mamá. Y, entonces, resignada, pero en silencio, se anota en el taller de costura. 

La Historia se viste a la moda

Esa circunstancia trivial va a ser clave en la vida contemporánea de buena parte de la danza argentina. 

Coca, con sus poquitos años, va sola al Alborada, caminando a prisa.  Junto a otras chicas de su edad, aprende rápido a medir, a cortar y a coser. Una modista del barrio la contrata como auxiliar. A los pocos meses de haber empezado el curso, Coca ya percibe un salario. No es mucho, pero ayuda. Entre la escuela y los alfileres y los hilos que se unen, se le va el día, de lunes a viernes. 

Sin embargo, en paralelo a su labor, crece en ella, aquella nena, su afición por la danza. Los sábados por la tarde no se pierde ninguna de las obras de teatro y ballet que ofrece a módico precio el Alborada. Ve obras patrióticas, costumbristas, fábulas, leyendas, mitos… mira desde una particular perspectiva: no importa tanto lo que dicen ni cómo lo dicen o cómo van los pasos, sino cómo visten los personajes, importa saber cuál era la moda en cada circunstancia.

Aprende a ver sombreros y miriñaques, tutús y botas, peinados, posturas, comodidades, particularidades que guarda en su memoria y que constituyen la acción de un momento grabado en el tiempo como un bordado.

Coca termina la escuela primaria. Trabaja de modista con una Singer. Es mamá a los 19 años. Nunca deja de asistir al cine y al teatro. Ahora también la televisión la ayuda al registro que ejecuta su memoria.

Con los años, Coca va a ser modista en el Teatro de la Comedia de la provincia de Buenos Aires; en el Teatro Argentino; en la Escuela de Danzas Tradicionales y, antes de jubilarse, trabaja como asesora de vestuario en la Escuela de Danzas Clásicas y Contemporáneas. 

María Angélica Herrera, alias Coca, es considerada como una especialista en trajes de época y lo es desde su memoria natural, sin internet, apenas con unas cuantas revistas de moda y algunas historietas a mano. 

Vistió a cientos de bailarinas y bailarines, actrices y actores. Y aunque aquel día no pudo empezar baile, llevó la danza en su vida como una representación de su propio espíritu. Un espíritu de época que recordamos, entre otras y otros, gracias a Coca y su forma de ver un momento y eclipsarlo. Porque la Historia se viste a la moda y ella es parte de la Historia.

Cada tanto, en los concursos de baile que hay por televisión, algún participante le manda saludos. Ella ahora recibe la gratitud desde el cielo y, probablemente, bailando un minué con los ángeles, cosiendo alas de tul y seda.