El primer día de Primero, una historia particular

Expectativas, incertidumbres y alegrías que rodean el inicio de la Escuela Primaria. El guardapolvo blanco y los recuerdos de familia.

El primer día de Primero

El correr de los años imprime nuevas formas a la escuela y a los modos de enseñanza. Sin embargo existen sensaciones que parecen repetirse generación tras generación. Cuando una nena o un nene empieza la Primaria crecen el entusiasmo y se renueva la organización familiar, laboral y hasta social. Las ilusiones que se esconden detrás de un símbolo que trasciende todo: el primer guardapolvo blanco.

Emilia tiene 6 años y está por comenzar la Escuela Primaria. Las expectativas y los preparativos crecen a medida que se aproxima marzo. También aparecen algunos temores e inseguridades y, en el entorno familiar, surgen recuerdos de las historias personales.

El nono Emilio (de ahí heredó el nombre la nena) nació en la ciudad de Catania, en el sur de Italia, en 1939. Es el bisabuelo de Emilia y, como muchas y muchos inmigrantes, llegó al país tras la Segunda Guerra Mundial.

Emilio había cursado desde primero inferior hasta quinto grado en su país. Sabía leer y escribir correctamente. En el invierno, y cuando la nieve era impiadosa en la región, su padre se levantaba temprano para liberar la puerta y el camino que les permitía a él y a sus dos hermanas menores salir de la casa y rumbear a la escuela, el único establecimiento educativo de la zona. Nunca supo bien cuántos kilómetros a pié recorría cada día hasta llegar pero recuerda que, al menos, le demandaba una hora de ritmo rápido. En un portafolio de cuero llevaba sus útiles: un cuaderno y una pluma. 

 

El primer día de Primero 2

El nono aún rememora cómo los domingos su madre blanqueaba al sol el guardapolvo que, luego, alisaba con una pesada plancha de hierro, que se calentaba gracias a las brasas que colocaban en su interior. El nono nunca faltaba a una clase a pesar de que debían asistir de lunes a sábado.

Emilio compartía el pupitre de madera con su compañero y pariente lejano, José. Ambos se sentaban en una especie de banco de madera rígida que se encontraba unida con el escritorio de los compañeros que se ubicaban detrás de ellos. En medio de la mesa de madera, un hueco permitía poner el tintero; era una especie de recipiente de madera al que la maestra llenaba de tinta china. Con la pluma (así llamaban a lo que hoy sería una lapicera) cargaban algo de tinta y podían escribir algunas letras. El proceso era muy delicado, así que para no manchar, se auxiliaban de un trozo de papel acartonado que denominaban “secante”. Pese al complejo procedimiento, el nono lograba dibujar unas letras grandes y con muchos firuletes: las letras góticas.

Cuando la guerra empujó al nono y a su familia a la Argentina, se instalaron en La Plata. 

Enseguida sus padres lo inscribieron en la escuela más cercana al nuevo hogar para continuar con los estudios, pero para él fue muy decepcionante. El nono no pudo pasar a sexto, último grado. Sus nuevas maestras, al ver que no sabía hablar ni escribir una palabra en castellano, lo pasaron a segundo grado.

Muy distinta fue la suerte de sus hijos. El mayor, que nació en la década del 60, antes de comenzar la escuela Primaria pudo ir un año al Jardín de Infantes. Se trataba de una sala que integraba a niñas y niños de entre 4 y 5 años, donde jugaban con distintas propuestas educativas. Juan Pablo, el menor de los hijos de Emilio y abuelo de Emilia, nació algunos años después y cursó dos años de Jardín de Infantes antes de ingresar a la Primaria de su barrio donde permaneció de 1° a 7°, porque así era en aquellos tiempos. 

Juan Pablo usaba un portafolio marrón con broches grandes para llevar sus útiles. Los domingos siempre lustraba sus mocasines, también marrones, y trataba de que le duraran brillosos hasta el viernes. Entre sus útiles siempre se encontraban los manuales que había heredado de su prima, Isabel. 

Juan Pablo siempre fue muy prolijo así que nunca olvidaba llevar la cartuchera con los lápices HB para dibujar y la portamina para las tareas de matemática. Durante varios años usó la misma lapicera, una de pluma con cartucho recambiable que le permitía escribir lenta pero prolijamente durante una semana antes de tener que realizar el recambio del tambor de tinta azul.

Cuando el abuelo Juan pasó a sexto grado decidió no llevar más el portafolio que lo acompañaba desde el inicio de la Primaria. Su familia aceptó que se sumara a la tendencia de la época. Es que por entonces se habían puesto de moda amarrar los cuadernos y libros con un elástico grueso. Isabel también había experimentado lo mismo años antes y lo alternaba con el uso de una canasta de mimbre que también se había puesto de moda entre las escolares.

Pese a que las y los estudiantes de aquellos años se sumaban a algunas costumbres nuevas, la rigurosidad de aquellos años hacía que las autoridades fueran muy intransigentes con algunos hábitos. Los varones no tenían permitido llevar el pelo largo y las chicas debían llevarlo atado. También podía ser sancionado el uso de maquillaje.

Sin embargo, nunca faltó alguna transgresión. Isabel era experta en este tipo de maniobras: cada vez que la profesora de matemática le pedía que fuera al patio para sacudir el borrador que se llenaba de polvo de tiza, ella aprovechaba, pasaba por el baño y se delineaba los ojos.

Como ocurrió siempre, las y los estudiantes disfrutaron del patio y los recreos. Isabel era fanática del elástico que saltaba cada vez más alto y a un ritmo ininterrumpido mientras que Juan Pablo y sus compañeros optaban por la pelota. Mujeres y varones jugaban por separados aunque hubo un año en el que todos se unieron para compartir el espacio recreativo.

Eso ocurrió durante y después del Mundial del 78 cuando Argentina salió campeón. El entusiasmo había ganado los ánimos de estudiantes y docentes, así que los recreos eran el momento más esperado para armar equipos mixtos y patear con ganas el fútbol de cuero.

Fuera de esa circunstancia, los varones preferían la pelota de goma roja, las bolitas y las figuritas para completar el álbum. Las chicas de sexto y séptimo se juntaban para charlar y leer alguna revista.

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Agustina, la hija de Juan Pablo, ingresó a los tres años al Jardín de Infantes (a principios de los 90). Fue una de las últimas generaciones que cursó la Primaría Básica de nueve años y tres de Polimodal. Los años fueron fortaleciendo la amistad que nació en las aulas y aún se encuentra con las amigas y los amigos de la escuela. En algunas charlas aparecen recuerdos de esa vida compartida de amistad. 

Agustina es la mamá de Emilia. Antes de que naciera la más pequeña de la familia, ya había sido inscripta en el Jardín Maternal donde ingresó cuando tenía unos poquitos meses. Fue su lugar de cuidado y aprendizaje diario durante los dos primeros años de vida. Aún recuerda y extraña a sus docentes, pero se sigue visitando con varias de las compañeritas y compañeritos que conoció cuando aún no caminaban ni emitían palabras.

La pandemia complicó la asistencia a clase durante los dos primeros años de Jardín, pero disfrutó mucho de su último año. Aún en la casa se habla de la fiesta de egresados, la remeritas que se hicieron y la despedida de las compañeras y los compañeros.

El 2023 abre la puerta a una nueva experiencia para la familia de Emilia. Finalmente la nena va a ingresar a la Escuela Primaria. Agustina había guardado la mochila que usó en primer grado para que la use su hija, pero Emilia sueña con llevar una con carrito y dibujitos de unos perritos que ve en la tele.

Cuando arranquen las clases seguro aún hará mucho calor así que va ir vestida con un short, una remerita y un par de zapatillas cómodas. También usará un guardapolvo sin mangas para que sea más fresco. El abuelo Juan se sorprenderá del atuendo porque recordará que las chicas de su época iban con delantal blanco tableado, abotonado detrás y un gran moño en la cintura.

En la casa de Emilia, como en el resto de las familias, sus integrantes reflexionan sobre lo que dejó el cambio de los años. El uso de la tecnología, y los avances sociales y culturales permitieron nuevas formas y mejores recursos para llevar adelante el aprendizaje. Los pupitres de madera cambiaron por modernos asientos, muchos más confortables; las tizas por los marcadores, los portafolios por las mochilas; los zapatos por las zapas y los manuales por internet. Las biromes con divertidas decoraciones y colores reemplazaron a las complejas plumas de tinta. Sin embargo, en las aulas de post guerra y en las del siglo 21 hubo y hay una o un docente capaz de trabajar para construir la enseñanza de una niña, un niño o un adolescente… un joven que, ayer y hoy, sigue luciendo un hermoso guardapolvo blanco, símbolo de la igualdad del derecho a la Educación.